domingo, junio 09, 2013

En memoria de mi padre, Horacio Zarracán por Silvia Zarracán Jover

Fue una época en la que la guerrilla mataba a ejecutivos de multinacionales, pero él pensaba que no le iba a pasar nada, que no era tan importante como para que lo tocaran.

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Es difícil empezar a contar una parte de tu vida, sobre todo cuando ha sido tan dolorosa. No es fácil empezar a hablar de la muerte de mi padre sin antes decir algo de su vida. No puedo evitar decir quién era él, qué tipo de persona era, porque de alguna manera eso también marcó que el dolor fuese aún más intenso.
Mi padre fue un hombre íntegro, fiel a sus principios, un buen marido, un buen amigo, un padre excepcional. Mi vida giraba alrededor de él. Y no lo digo por decir: era cierto. Era un sentimiento mutuo, yo fui la más chica de tres hermanos, la única mujer, su “princesita”.
Su vida transcurría entre trabajar todo el día en IKA Renault y dedicar el fin de semana a su familia. Amigo de sus amigos, generoso, siempre con una sonrisa.

Tiempos difíciles.
 Cuando surgió la guerrilla en Córdoba, nosotros no la vivíamos como tal, porque en casa ese tema no se tocaba; pero sí es cierto que a él se lo veía un poco nervioso. Nunca supimos que lo habían amenazado. Mejor dicho, después de que murió supimos que se lo había confiado a un amigo.
En una opor­tunidad, dijo que estaba la posibilidad de trabajar en Francia a través de la empresa. Pero cuando lo comentó, mis hermanos, que ya eran adultos, no quisieron marcharse, y él tuvo miedo 
por ellos, por lo que desistió 
de viajar.
Recuerdo perfectamente el golpe de Estado, en marzo de 1976. Nos levantamos todos muy temprano a escuchar la noticia y él en voz baja dijo: “Estoy salvado”. Nadie podía imaginar que dos meses después estaría muerto.
Fue una época en la que la guerrilla mataba a ejecutivos de multinacionales, pero él pensaba que no le iba a pasar nada, que no era tan importante como para que lo tocaran. Pero empezaron las amenazas, esas amenazas que sólo él conocía; bueno, él y ese amigo 
a quien confió esa tremenda época que me imagino tuvo 
que vivir.
Nos pusieron un custodio en la puerta de casa; preguntábamos por qué y nos decía: “Sólo seguridad; se los ponen a todos”. Pero después del golpe nos la quitaron.
Su manera de protegerse 
era cambiar el recorrido para ir a la fábrica. Siempre iba por caminos distintos; nunca se imaginó que ellos estarían frente a nuestra casa, en la parada del colectivo, como una pareja más.
Recuerdo que, unos días antes, había sonado el teléfono en casa por la noche. Contestó él y sólo dijo: “Ah, bien, bien”. Y luego que pasó todo, nos enteramos de que había sido una amenaza; le dijeron que le quedaba poco tiempo. Esa misma noche, mientras mirábamos la televisión, me di cuenta de que mi padre me miraba y le pregunté: “¿Por qué me mirás?” Y me contestó: “Sólo te miro, sos mi princesa; estoy orgulloso de vos”. Y yo, sin saber que el fin estaba cerca, sólo reí. Tenía 15 años, no podía valorar que detrás de esa mirada había algo más. Si hubiera sabido, lo hubiese abrazado con toda mi alma.

Más allá de las palabras.
 Y llegó ese día, ese maldito día. Me despertó como de costumbre, desayunó conmigo, nos despedimos. Se subió en 
su Torino, que estaba en el garaje. Además, iban en el auto dos compañeros del trabajo, vecinos nuestros. Yo cerré la puerta y, mientras me ponía el guardapolvo, escuché la ametralladora. Todo lo demás es silencio, dolor, desazón, angustia y esa bendita pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué?
En la parada del colectivo, esa misma parada donde yo tendría que haber estado media hora después, había una pareja. Cuando mi padre sacó el auto y antes de que pudiera darse cuenta, la ametralladora rompió el cristal de su ventanilla y disparó por su costado izquierdo, sin hacer daño a ninguno de los que estaban en el coche con él.
Automáticamente, aparecieron dos o tres autos más y se marcharon.
No hay palabras para definir ese momento, ese silencio ensordecedor que vino después, esa sensación de que nada va a ser como antes, ese corazón partido porque una mitad acababa de morirse.

Sin olvido. 
Con los años, vinieron las indemnizaciones, pero a nosotros no nos indemnizaron. Nos dijeron que su expediente se había perdido. Yo me pregunto cómo se puede perder un ex­pediente sin más y que nadie haga nada para recuperarlo. Además, ahí estaba el tema, en todas las noticias: había pasado, no era una invención. Sin embargo, nadie nos dio una explicación ni una mano.
Hace poco, alguien me señaló que 
no me convirtiera en una perseguidora política. Jamás sería una perseguidora, y menos política. La política es para el que la entiende, y yo no entiendo, ni quiero. Sólo entiendo de sentimientos, entiendo de ausencias, entiendo de discriminaciones, entiendo de la facilidad que tienen algunos para olvidar, entiendo que a veces no te dejen hablar porque no quieren escuchar. De eso sí entiendo.
Nunca pedí nada, sólo que no se olvidaran de que mi ­padre pagó con su vida parte de la historia de nuestro país. Ni siquiera puedo decir que haya valido la pena. Tampoco estoy de acuerdo con lo que vino después; eso que quede claro, pero es un tema en el que no voy a entrar.
Hoy sólo quiero poder contar mi historia desde el corazón, que luego de 37 años aún sigue roto, porque al escribir estas líneas siento 
el dolor en el pecho. A la vez, me siento bien porque por fin hay gente que me quiere escuchar y no olvida, y además se solidariza.
He recibido en estos días más muestras de apoyo y comprensión que durante los primeros años, y eso me demuestra que aún está viva esa horrible etapa que nuestro país padeció y que, a pesar de todo, la gente no olvida.
*Hija de Horacio Zarracán, superintendente de Mecanizado de Renault, asesinado el 29 de junio de 1976.

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